Árboles invasores (parte 1 de 2)

Por: Harlem Eupierre

Hasta años recientes nuestros bosques tenían como enemigos principales la expansión de la agricultura cañera y no cañera, la ganadería extensiva, la parcelación (tumbas o conucos), el aprovechamiento maderero, la explotación de yacimientos minerales a cielo abierto, el fomento de asentamientos humanos, la dispersión de la red de carreteras y caminos, la construcción de embalses y los incendios.

Hoy, en cambio, parece que el impacto negativo de dichas causas está contenido, debido a la implementación de políticas de desarrollo encaminadas hacia la sustentabilidad. Sin embargo, existe un enemigo común, tanto para bosques nativos, como para plantaciones forestales: las plantas invasoras (nuestra comunicación centrará su atención en los árboles únicamente). Este enemigo, de nocividad probada hasta la saciedad, atenta seriamente contra la conservación del patrimonio natural, y quizás lo más alarmante sea que actúa bajo la presencia atónita de expertos y el público en general.

Estrategia del invasor

La estrategia de agresión de los árboles invasores es tan macabra como la que sostienen las guerras que estremecen al mundo actual. Seguidamente se esbozarán las etapas establecidas por Q. Cronk y J. Fuller, en el libro Plantas invasoras: la amenaza de los ecosistemas naturales. La enunciación de las etapas consta de una explicación muy simplificada y de ejemplos, quizás los más notables, de afectaciones en nuestro país.

Primero tiene que penetrar la especie en el territorio, algo que ocurre de maneras muy diversas. Por lo general, la introducción de los invasores no se efectúa por vías naturales, sino por medio de la intervención humana, ya sea intencional o accidental.

Una vez en el territorio, la especie debe aclimatarse, es decir, adaptarse a las nuevas condiciones ecológicas. En esta etapa existen varios factores determinantes, entre ellos uno muy importante: la capacidad natural de adaptación o plasticidad ecológica que tiene intrínseca la especie. Otros factores serían la manera y el lugar de dispersión de la especie introducida, así como la cantidad de material propagable.

Un árbol aclimatado no es una especie invasora per se. Ahora, si esa planta es asistida de manera que se favorezca su desarrollo, entonces nuestros bosques ya tienen declarada la guerra. Esta etapa, denominada facilitación, está casi completamente determinada por la intervención humana. La provocación de alteraciones en los ecosistemas estimula la irrupción de especies potencialmente invasoras, por ejemplo: los silvicultores al ejecutar acciones de manejo (raleos, talas, cortas de mejoras, etc.) facilitan el desarrollo del omnipresente marabú (Dichrostachys cinerea), el cual requiere de abundante iluminación. El cultivo es otra manera de facilitar la invasión: el de la leucaena (Leucaena leucephala) como árbol forrajero y energético ha provocado que esta especie se haya expandido por todo el país y amenace seriamente a casi todas las formaciones vegetales naturales.

Una vez establecidos los enemigos en el bosque, estos requieren incrementar sus tropas para causar más estragos. Aquí interviene entonces la capacidad de propagación intrínseca del atacante, que determina la dispersión a corta y larga distancias. La propagación es la etapa donde se consolida el establecimiento del invasor.

La interacción del enemigo con la fauna y otras especies vegetales es una etapa crucial, pues determina el impacto del intruso sobre el ecosistema. O sea, el árbol invasor puede adaptarse al ecosistema o expulsar a algunos elementos del mismo; de aquí se desprende el efecto que acarrean en la estructura y composición de los bosques.

Por último, la estabilización figura como la etapa donde las especies invasoras se “adueñan” de los territorios, y forman masas compactas estables hasta cierto punto.

La combinación de las etapas enunciadas anteriormente puede comprobarse en el caso local de una plantación cañera contigua a las áreas del Jardín Botánico de Cienfuegos, donde al menos hace dos décadas atrás se podía observar la proliferación espontánea de ejemplares del árbol asiático residente en aquel arboretum: Albizia procera, conocido por el nombre (entre otros) de algarrobo de la India. Esta especie, de legumbres fácilmente dispersadas por el viento, había invadido aquel campo de la gramínea azucarada, y cada vez que se ejecutaba el aprovechamiento de esta, había que descartar el corte mecanizado y aplicar el manual, por lo engorroso de la presencia del invasor, que continuaba usurpando más terreno cada vez que se eliminaba la competencia por la luz con el corte de las cañas. Además, dichos árboles se beneficiaban de la fertilización de los campos, y competían entonces por los nutrientes y la humedad. Con la implementación de la Tarea Álvaro Reynoso,[1] toda el área comenzó a ser tratada como un bosque; esta vez los invasores lograron establecer una cabeza de playa, al punto de que varias entidades del territorio, que fueron principalmente cañeras y luego reestructuradas, se sirvieron de este ejemplo “exitoso” y consiguieron el establecimiento del enemigo más allá del punto de ataque inicial.

Consecuencias de la guerra

Toda guerra trae sus consecuencias y por lo general un bando carga con la mayoría de las bajas. Tal es el caso de nuestros bosques nativos, cuando son invadidos por especies extranjeras.

Quizás el primer efecto que sobresale es la usurpación del hábitat. Los árboles invasores, valiéndose de su temible arsenal, terminan desplazando a muchos de los apacibles habitantes nativos. Un ejemplo lo constituye la pomarrosa (Syzygium jambos), que domina con soberbia gran parte de los bosques de las riberas de los ríos y arroyos de las regiones montañosas de al menos el occidente y el centro de la isla de Cuba. Esta situación limita considerablemente el desarrollo de especies típicas para esta formación vegetal, que son intolerantes a la densa oscuridad que produce la masa compacta de pomarrosas.

La erosión genética se presenta como una de las consecuencias más peligrosas, pues además de que es perceptible solo por expertos, va contaminando el fondo genético autóctono y provoca una significativa y casi irreversible erosión del patrimonio natural de la nación. Es así  que hace solo unos años quedó probado que la caoba hondureña o centroamericana se cruza naturalmente con la caoba cubana o antillana, lo cual origina un “fenómeno” con el que frecuentemente se tropiezan los viveristas: la variabilidad en las formas y los tamaños de las posturas de caobas (híbrido de Swietenia mahogany x S. macrophylla). Ante esta situación cabe preguntarse ¿qué garantías existirían para la preservación de nuestro patrimonio genético, si los programas de fomento de bosques ignoraran esta amenaza?

Algunas de las especies invasoras tienen la capacidad de modificar el suelo donde yacen. Estos cambios limitan el desarrollo de especies sensibles a determinadas concentraciones de nutrientes y/o a la alteración de los microorganismos nativos del suelo. Por ejemplo, el fomento de fajas de pinos australianos (Casuarina equisetifolia) en las playas no solo ha perturbado el movimiento natural de las dunas de arena, sino que ha provocado sensibles modificaciones en la composición de esos suelos e imposibilitado la regeneración natural del árbol uvero o uva caleta (Coccoloba uvifera).

Los invasores también generan alteraciones sobre la fauna autóctona y desarticulan los mecanismos naturales de dispersión de plantas: la pomarrosa se ha incorporado a la dieta del murciélago frutero (Artibeus jamaicensis) y modifica sus hábitos de consumo de frutos nativos. Esta selectividad afecta directamente al bosque de galería, pues limita la dispersión natural del ocuje (Calophyllum antillanum), que anteriormente tenía como agente transportador de sus frutos a dicho mamífero. En adición, las alteraciones en la fauna causan desequilibrios en toda la cadena biológica.

A modo de epílogo

La cuestión no es rechazar la participación de árboles exóticos en el fomento forestal, sino tener en cuenta el impacto previsible que traerán los mismos, tanto en el entorno natural y económico, como en el cultural. Existen introducciones conscientes de especies arbóreas muy valiosas, que en la actualidad no se manifiestan como invasoras. Dentro estas figuran los eucaliptos (Eucalyptus ssp.) y la teca (Tectona grandis), ambas prácticamente incapaces de regenerarse de forma natural en Cuba.

[1] Así se le llamó al proceso de redimensionamiento de la agroindustria azucarera cubana, que comenzó a ejecutarse en el 2002. Este proceso aplicó, entre otras muchas medidas drásticas, el cierre de 71 de los 156 centrales del país (incluyendo al CAI Pepito Tey, que se servía de las cañas del área referida en el ejemplo), y el cambio de uso de las tierras hasta entonces cañeras, para dedicarlas a otros cultivos y las plantaciones forestales de árboles frutales.

Fuentes:

Nota: Este trabajo es una versiòn producida para Cienfuegos Verde, del original publicado en: Revista Se Puede vivir en Ecópolis, año 2002.

2 comentarios en “Árboles invasores (parte 1 de 2)”

  1. Yordenis González Peña

    De un modo peculiar, Harlem nos acerca a un tema muchas veces olvidado: la problemática de las especies de árboles invasores y sus efectos perjudiciales sobre las especies nativas. No está dicho todo sobre este importante asunto, esta es una primera parte; les damos las GRACIAS y esperamos ansiosos la continuación.

  2. El problema de las plantas invasoras, y en particular los árboles, es un reto grande que tenemos como forestales. Tú y yo aportamos algunos criterios sobre este tema como parte del ejercicio de nuestra profesión; sin embargo, no pudimos contener y menos revertir, la práctica extendida entre los plantadores del territorio de preferir algunas de esas especies invasoras.
    Desde Cienfuegos Verde estoy convencido que podemos contribuir a librar esta batalla y reducir al enemigo, !Y ya hemos empezado por cierto!.

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